Piel, moral y pragmatismo.

C. odiaba los abrigos de pieles. Le gustaba la estética, podía admirar los diseños, la suavidad de la piel, pero no era capaz de admitir lo que a sus ojos era un espectáculo dantesco de sangre animal simplemente admitido por un determinado gusto estético y, para colmo, fuera del alcance económico de la mayoría.

C. ardía en ira furibunda cuando a su lado paseaban señoronas endomingadas que iban a misa envueltas en el órgano vital de visones, lobos, zorros, un tétrico zoológico de seres disecados como belleza y rango.

Cuando M., su madre, adquirió un abrigo de jineta, C. dejó de hablarle durante bastante tiempo. Su madre le juraba que eran de granja, animales de granja que no habían sufrido. Pero C. no quería saber nada.

Veinte años más tarde, a M. le quedaba pequeño el abrigo. Hacía muchísimo frío y se lo ofreció a su hija.

Y C. se lo plantó. Se dijo que el daño estaba hecho y que era absurdo guardar el abrigo en un armario y pasar frío. Tenía muy claro que jamás pagaría por una piel, pero ese regalo materno tenía su utilidad.

Se le hizo difícil salir a la calle con él, pensaba que la gente la miraría mal, que nadie podría entender sus razones.

Y se sorprendió muchísimo cuando, en días de intenso frío, se ponía aquellas pieles hermosas y tristes y la piropeaban...