El niño de los pantalones rotos

En la rodilla derecha de su pantalón del colegio tiene tres agujeros como tres soles, de tanto tirarse al suelo a jugar a mil cosas.

Es delgadito y espigado, fuerte y musculoso, porque corre más que nadie y siempre que puede.

Desde hace poco se siente más libre y más mayor: a sus once años ya va solo a clase, caminando ligero, reinventando su corto itinerario.

Lleva por ojos dos luces del verde más raro y precioso que se pueda imaginar, pues cambian tanto según su estado de ánimo que más parecen un libro abierto de autobiografía, un corazón verde que no esconde ninguna emoción y, las suyas, suelen ser tan nobles que te conquistan de inmediato.

Este aspirante a hombre lleva su mochila con la dignidad que exhibe el Caballero portando su escudo y su insignia, y con la naturalidad del que es sabio, digno y bueno y no necesita mostrarlo.

Y con sus pantalones rotos....

Posee la risa de los dioses, esa que, por limpia y amplia, se contagia y te transporta a su alegría.

Este pequeño tan grande que ya va caminando sólo, lleva en su mochila días muy duros de enfermedades, de convulsiones, de maltrato por parte de una de sus Profesoras.
Los tiempos de dolor de un niño son los peores para cualquier ser humano, los más duros, los más injustos, los que pueden desgarrarle a él y a los que le aman.

Y, sin embargo, sonríe desde el fondo de esos ojos verdes, continúa caminando con la elegancia de los Héroes, con el porte de los seres tocados por algo que pudiera decirse divino de creer en ello...

Tengo la suerte de poder perderme cada día en su mirada verde, de poder ver lo que hay detrás de esos ojos tan amados, de poder contagiarme de su risa y de ser su Dama hasta que llegue la definitiva.

Y yo me limito a convertirme en miel cada vez que le miro.